El lunes, anunciaron que
se recortaría el presupuesto de la escuela. No le di mucha importancia, pues mi
preparatoria siempre ha estado jodida. Durante los últimos tres años se lo han
recortado dos veces y había pasado desapercibido, al menos para mí. ¿Qué podía
pasar?
Hoy, como de costumbre, salí muy temprano rumbo a la escuela,
mientras que el pinche Negro seguía jetón. No lo quise despertar, al fin que
ese güey nunca va los miércoles. Cuando llegué, noté que pasaba algo raro: mucha
gente tapizaba las paredes y rejas de la escuela. Me dio hueva leer las pancartas
y volantes que pegaban, así que me dirigí a mi salón. Al entrar, me percaté de que
estaba vacío, por lo que me asomé a los de al lado. ¡Todos estaban vacíos! Entonces,
me encaminé a la dirección para que alguien me diera una explicación. Me arrepentí
por no haber ido ayer a la escuela. "Seguramente avisaron que no habría clases y
yo ando aquí de pendejo", pensé mientras caminaba por el patio central. De
repente, escuché una voz aguardentosa, que alegaba a través de un altoparlante,
secundada de gritos. El entorno sonaba como un mitin del Peje. Desvíe mi camino, pues preferí
enterarme del chisme primero.
Cuando llegué a la entrada, que era de donde provenía el
alboroto, vi que se encontraba bloqueada, y del otro lado, unos cuantos alumnos
alebrestados exigían pasar. Enseguida pensé que los del sindicato estaban haciendo
sus desmadres, como siempre. Entonces, me dirigí a uno de los agitadores y le
pregunté qué sucedía. Me dijo que la escuela se encontraba en paro indefinido y
que nadie podría entrar ni salir. Me encabroné mucho y le exigí que me dejara salir de inmediato . Me correspondió con una sonrisa sarcástica y me dijo con
tono burlón: “Ya te chingaste. Ahora eres parte del paro”. No pude evitar
soltarle un madrazo en la nariz y, de inmediato, comenzó a sangrar. De pronto,
sentí un palazo en la cabeza y me desvanecí unos segundos. Cuando recobré el
conocimiento, yacía tirado en el piso recibiendo una patiza loca. No pude hacer
más que enconcharme, hasta que, de tanta patada en la choya, me desmayé.
Después de unas horas, el hambre me despertó. Pasaron alrededor
de cinco horas desde que me perdí el conocimiento. Esos cabrones lo único que
hicieron por mí fue orillarme a la sombra. Tenía un chingo de moretones y en la
frente, una herida bastante profunda.